Fuente: Elpais.com |
Osasuna es un club muy particular,
tanto que cuesta encontrar jugadores que, llegando de fuera, se adapten y
acoplen a la idiosincrasia del club, de la afición y de la entidad. Pero a
veces pasa. No son casos muy aislados, por fortuna, pero en el cómputo global de
fichados el porcentaje no es extremadamente alto. En la historia rojilla
reciente hay varios casos: Ricardo, Milosevic, Nino, Oriol Riera… Y Don Pablo
García.
Pablito, el uruguayo, aterrizaba
en Pamplona allá por verano de 2002 y pronto se convertiría en uno de los
ídolos de El Sadar. Su personalidad dentro y fuera de los terrenos de juego
encajaba a la perfección con lo que era Osasuna y con lo que la afición
demandaba. Era puro carácter y orgullo. A su lado, cualquier jugador joven
aprendía latín y cualquier veterano se encontraba más cómodo. Su posición en el
césped era clave, el centro del campo. Allí, junto con Don Patxi Puñal formaron
una pareja temible. A ver quién era el guapo que se atrevía a pasar por esa
zona. Eran los tiempos en los que el tópico de que “El Sadar es un campo duro”
se cumplía sin miramientos. Con Don Patxi y Don Pablo en el doble pivote, o
pasaba el balón o lo hacía el rival. Si no lograban interceptar el esférico, la
patadita estaba asegurada, así te lo pensabas mejor la próxima vez. Se convirtió
en un ritual cada fin de semana escuchar, de la voz de Chus Luengo, aquella
frase de “tarjeta amarilla para Pablo García”. No fallaba, era mítica.
Para mí siempre fue idílico
imaginar los pensamientos del rival cuando arrancaba la portería rojilla y se
encontraba de repente, casi salida de la nada, la cara de Pablo. Esa cara de
pocos amigos, de no tener el chichi para farolillos. Se lo tenía que hacer
encima. También me gusta imaginar a qué olía Pablo. Seguro que apestaba a
competitividad, a furia, a fútbol de antaño. Y a mate, olía a mate fijo. El rival
se lo hacía encima otra vez. Y ahí es cuando el charrúa le robaba el balón o le
dejaba un recadito: “la próxima irá un poquito más arriba”.
He dicho que seguro que apestaba
a competitividad. No sé a qué olerá eso, pero seguro que es un aroma fuerte,
agrio. Pero seguro que era así, porque si algo tenía el uruguayo era aquello. Si
perdía o no llegaba a un balón, el grito se escuchaba desde la grada o lo
recogían los micrófonos de televisión: “¡la puta que me parió!”. Era poesía
pura. Él no jugaba contra el Madrid de los galácticos, porque “eso de
galácticos se lo inventaron ustedes (la prensa)”, él iba a la guerra y se despedía
de su madre antes de pisar el verde. A su juicio, en la cancha valía todo y, por
tanto, había que darlo todo.
Pablo García no era un dechado de
técnica, pero se convirtió en un semi dios del osasunismo por otras muchas
cosas. Acabó siendo traspasado al Real Madrid, donde no encajó. Jugar rodeado de
olor a gomina no tuvo que ser un buen trago para él. Siempre he sospechado que
el club blanco se hizo con sus servicios para no tener que soportarlo en contra
cada vez que jugaban frente a Osasuna, para quitarse de encima a uno de los
rivales más duros que hayan tenido nunca. Qué bien nos vendría ahora (y
siempre) tener un jugador como él. Qué grande era Don Pablo García.
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